Hablamos por los muertos, porque somos lo único que les queda cuando ya no están. Nos convertimos en sus voces, en su eco vivo, en la promesa de que no serán olvidados. Es un deber que asumimos, una responsabilidad que no podemos eludir. Les debemos eso, mantener su memoria, darles voz en un mundo que sigue su curso sin ellos. Pero en medio de ese deber, hay otra verdad que debemos reconocer: no les debemos nuestras vidas. La vida, con todas sus luchas, es nuestra. Es una guerra constante, una batalla que libramos día a día. Ellos ya pelearon la suya y, aunque la hayan perdido, no significa que todo esté perdido. Nosotros seguimos aquí, en nuestra propia trinchera, enfrentando nuestros propios desafíos. La mejor forma de honrarlos no es sacrificando nuestra existencia, sino viviendo con fuerza y propósito. Cada día que pasa, cada batalla que enfrentamos, es una forma de rendirles homenaje. Porque en nuestra lucha, llevamos su legado, y al continuar, aseguramos que su memoria no se desvanezca.
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