En la capa más superficial de las cosas, al nivel del esmalte que vuelve brillante lo que cubre, ella tenía todo lo que hace falta. Era la pura extraordinaria cáscara, la belleza sin fondo: un delgado antifaz de maquillaje suspendido en el aire, un poco de vacío vestido a la moda y unas medias de transparente nailon. Usaba la cabeza como sombrero, sin más función que dar un toque de equilibrio a los hombros.
A veces, el zumbido de una mosca se apoderaba de su pensamiento y, al entreabrir los labios anchos, carnosos y encendidos, se le salía una sílaba silbante, un «ssssi» perfumado como de envase de aerosol; otros días, en cambio, hablaba sin cesar, saltaba de acá para allá sin demorarse en nada, sin más sentido aparente que convertir su boca en el personaje central o sensual de esa sosa pirotecnia de palabras con la que me hipnotizaba.
Con qué gusto fingía escucharla, cuando, la verdad, sólo atendía a la danza erótica de sus labios, a su respiración agitada por ese chisporroteo de sonidos huecos que le dilataban el velamen del pecho y le distendían los portales de la blusa dejando al descubierto un rombo instantáneo de su piel.
Era menos densa que una medusa y más vacía que una calle luego del toque de queda, pues ni siquiera los soldados de las frases uniformadas le pasaban por la conciencia: se traslucía como un fantasma, como un holograma; daban ganas de asomarse a través de ella.
Era una ventana con el marco estupendo; una silueta de esas que hacen voltear con tanta fuerza que uno puede desnucarse; de esos contornos que entibian la pupila cuando entran a pirograbarse en la retina, y uno se talla los ojos como no creyéndolo o como queriendo tentar lo que ha visto.
Si yo hubiera podido, habría depositado a sus pies el equivalente a cien salarios mínimos sólo por malpagar el trabajo que le daba peinarse ese fleco de fuente saltarina que le adornaba el lóbulo frontal.
En otra época le habrían erigido un templo, un culto, una religión a su belleza o, por lo menos, algún París se la habría robado y otra Troya habría ardido; pero en nuestros tiempos laicos y desvergonzados lo más que despertaba eran las ganas de treparla a un auto y llevársela, y en lugar de plegarias era seguida por una sarta de piropos, chiflidos, suspiros y majaderías a los que ella respondía con una sonrisa sin color, con una inocencia de estopa, ya que en vez de dendritas y materia gris tenía el cráneo retacado con algodones de azúcar y con alguna rara pasta de almizcle que le aromatizaba el cabello, sedoso y rubio como el de los ángeles.
No descendía de la estirpe maldita a la que Prometeo quiso compensar con el fuego de la razón y el arte, sino que era hija directa de un demiurgo convencido de que la pura belleza basta y sobra para obtener todo de la vida.
Y la verdad, no era tan hueca ni tan tonta ni tan vacua; era completamente rubia, sensual, extraordinaria. Y aunque tenía los ojos como un par de uvas moscatel: verdes y sin semilla, y el cuerpo le quedaba grande al alma: demasiada percha para esa sangre pálida, yo aprendí muchísimo de ella. Por ella supe de perfumes y de lavandas, de símbolos egipcios como el Ank, de corsetería fina, de bisutería y de cosméticos: cremas de noche, pomadas depilatorias, mejunjes para alaciar el pelo, cataplasmas para desinflamar los párpados; sombras y brillos para esculpir la cara, reducir los pómulos, pronunciar la barbilla, agrandar los ojos, corregir la boca, distender la frente, borrar las ojeras, encubrir el acné o disimular las pecas. Toda la artesanía del maquillaje y, en general, la ciencia que hace posible la belleza, la aprendí de ella.
Era una continua lección de artificios: con un lápiz y la punta húmeda de un klínex podía confeccionarse una cara nueva, pasar del siglo xix al arreglo cadavérico y cetrino de una mujer punk, o incluso anticipar la estética del siglo xxi.
Su cara -que jamás conocí realmente- era un campo de experimentación que me aficionó al teatro Noh; muchas veces le pedí que antes de lavársela se tomara una fotografía, pues era un desperdicio que esos maravillosos rostros se fueran por el caño sin perdurar siquiera en un cartoncito; pero, al fin amante de lo efímero, jamás accedió a mis súplicas y ahora estoy privado de un soporte gráfico para ilustrar este texto. Si tuviera las cien fotos, pues fueron cien los días gloriosos de nuestra comuna, seguramente, en vez de este árido retrato de palabras, le estaría dedicando melancólico un dieciocho brumario y unas tesis de octubre como para que los lectores se chuparan los dedos al pasar las páginas de este libro.
Qué bonita era y qué tonta y qué güera: amarraba con un listoncito rosa las hojas de los días del calendario y me las daba, cuando lo que yo le pedía era una semana o si no, me tomaba la mano derecha y llevándosela al pecho me decía: «Qué padres cosas escribes», cuando lo que yo le ponía delante era el Mio Cid, al que ella se empeñaba en llamar el Cid Tuyo.
Sin embargo, no puedo quejarme, pues era clara, diáfana, directa, sin pliegues ni rodeos. Era la pura sencillez, la simplicidad capaz de embotarle los sentidos a cualquiera: a mí me embotó la vista, el tacto, el sentido de orientación, el gusto, la crítica y el olfato, y me habría embotado el sentido del tiempo y hasta el de la vida, si no se hubiera ido volando como un angelito aerostático detrás de aquel aroma de billetes, detrás de aquella tufarada de monóxido que dejó el auto de quien le puso al cuello, como traílla, esa estola de zorro plateado sobre la que lloré, moqueé y comprendí que la verdad no era tan güera, ni tan hueca, ni tan guapa como dice Esopo en su inmortal fábula.

1 comentario:
Tres palabras para el post: Bello, Triste y Efimero.
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